
Corría el año 710 cuando a la muerte del
rey visigodo Witiza (687-710), que había gobernado el Reinó de España hasta su muerte, cuando un grupo de funcionarios palatinos instigaron para colocar en el trono a
Roderico (más conocido como
Don Rodrigo).
El problema es que Don Rodrigo no tenía el apoyo ni de la nobleza ni del clero y se encontraba combatiendo a los vascones cuando desembarcaron los árabes en 711. No prestar atención a la presencia árabe, o no atribuirle la suficiente importancia, fue un error y aunque tal desembarco parece que no fue casual, sino que fueron los hijos de Witiza los que requirieron de su ayuda para derrocar al actual rey, fue el embrión de una presencia durante ocho siglos de presencia musulmana en la península.
Se dice que Don Julián, gobernador bizantino de Ceuta, habría proporcionado ayuda logística al ejercito musulmán - por conflictos que no vienen al caso - y habría colaborado con Táriq, general bereber y gobernador de Tánger, para proporcionarle la información necesaria sobre la situación socio-estratégica de la península a cambio de no ser presionado militarmente.
Al parecer Táriq entró como sin querer, al menos sin que lo supiera Musa, su jefe y gobernador árabe de Túnez, pero lo cierto es que desembocó en ochocientos años de guerras. ¿Fue Táriq un a especie de caballo de Troya? Esto ya no importa tampoco fue del todo negativa la presencia musulmana, en ese momento una cultura mucho más avanzada que la visigoda, lo que si que podemos hacer es utilizar la historia para no cometer errores en el presente.
Por ahí hay mucho keynesiano suelto que ve con agrado el chorreo de millones que están soltando los gobiernos para paliar los efectos de la crisis, cuando las ideas keynesianas se mostraron incapaces de hacer frente a la ya pasada crisis del petróleo de los setenta.
Me aterra pensar que el poder económico – el político ya se le supone – que tiene el sector público una vez que todo esto pase haya venido para quedarse. El gasto público, al igual que sucedió con el general bereber una vez que llega es muy difícil de expulsar y, en cualquier caso, siempre es arriesgado pactar con el diablo.
Los aumentos del gasto público cuando llegan disfrazados de solución contra las fases recesivas, y una necesidad de dar respiración asistida a la demanda agregada, no suelen ser transitorios sino que se asientan de forma estructural.
Es fácil escuchar que tal o cual empresa despide a miles de trabajadores – sorprendentemente nunca es noticia cuando los contrata, cosa que deberíamos preguntarnos – pero ¿acaso oímos noticias de despidos masivos desde el sector público? ¿no? claro, “El gasto público acaba devorando todo el presupuesto público de que dispone”.
Inundar una economía de gasto público – mal llamado inversión – es parcialmente útil para estimular la demanda a corto plazo pero – sin discusión – inútil a medio y largo plazo porque no afectan al potencial de crecimiento de un país.
El gobierno debe facilitar la recomposición de los desequilibrios financieros de los hogares y las empresas ayudándoles a recomponer el ahorro de los primeros y la inversión – esta de la buena - de las segundas. Si las familias tiene más dinero en sus bolsillos tenderán a reducir menos su consumo y esto acabará en convertirse en beneficios para las empresa, más inversión y más empleo (también del bueno, es decir, del “productivo”).
Durante los últimos se han dado excesos, se ha estirado más el brazo que la manga, y estos deben purgarse. No tuvo mucho sentido que se nos intentara ocultar la actual situación de crisis porque no somos tan tontos como parecemos. En la calle se vivía una situación - que tu banco ya anticipaba - pero que no eran capaces de verbalizar nuestros políticos cuando les escuchabas.
Esta ocultación, espero que no, ha podido retrasar el inicio de los ajustes – de las medidas a tomar – pero a costa de que ahora sean mucho más costosos.