La semana pasada vi en TVE que los juzgados mercantiles de Barcelona habían decidido, para agilizar el trabajo, facilitar la solicitud de Concursos de Acreedores mediante la presentación de una simple instancia (primera gran novedad) en la que únicamente se tendrían que rellenar unos pocos datos básicos. Me parece entender que, una vez presentado este papel se asignaría al juzgado que por reparto le tocase y luego, ya desde el propio juzgado, se requería al solicitante para que aportase en formato digital (segunda gran novedad) toda la documentación que obliga la ley.
De este modo, según manifestó uno de los jueces promotores, se agilizaba enormemente el reparto de la documentación a todas los intervinientes y (tercera gran novedad) se aprovechaba mejor el espacio físico del juzgado.
Iniciativas pioneras como éstas me parecen muy positivas. Cuando ves el funcionamiento de nuestros juzgados todavía tienes la sensación de que han evolucionado muy poco en los últimos – digamos – cien años, al menos en comparación con lo que lo ha hecho la sociedad.
En una ocasión escuché al popular juez de menores Don Emilio Calatayud, “No estaremos más informatizados porque nos pongan más ordenadores… estaremos informatizados cuando trabajemos con sistemas informáticos comos los que tiene Hacienda”. Ahí le doy la razón.
El año pasado, por estas fechas, se reformaba de forma un tanto apresurada la Ley Concursal. La reforma nacía con plomo en las alas porque uno de los compromisos adquiridos por el Gobierno para sacarla adelante fue el de comprometerse a presentar una nueva reforma integral durante el presente 2010 y con la que está trabajando la Comisión de Codificación desde el mismo momento en el que la reforma del año pasado veía la luz.
Un año después, tras los casi seis mil concursos del año pasado y otros tantos que se prevén para el actual, puede ser un buen momento para reflexionar echando la vista atrás.
De todas las reformas introducidas una de las más importantes fue la del artículo 5.3, en el sentido de que se abría como una especie de prórroga – una suspensión – del plazo obligatorio para solicitar el concurso (tres meses más uno). Este plazo debe ser aprovechado por el deudor para negociar con sus principales acreedores una propuesta de convenio porque, ya se sabe, muchas veces es mejor un mal acuerdo que un buen pleito.
De este modo, se han facilitado los acuerdos entre deudor, acreedor y entidades financieras, permitiendo que algunas empresas pudieran afrontar la insolvencia con ciertas garantías o, directamente, ir al concurso con todo resuelto de antemano.
Gracias a la reforma también es más barato el proceso mediante la gratuidad de las publicaciones obligatorias y la reducción de tres a un solo administrador concursal en los procedimientos en los que se estima que la cifra de pasivo (deudas) sea inferior a diez millones de euros (más del noventa por ciento de los casos).
Finalmente, también puede considerase positiva – aunque hay más división de opiniones – la mayor seguridad jurídica aportada a las operaciones de refinanciación. Algo que ha permitido a las entidades financieras, más reticentes hasta esa fecha, apoyar a sus clientes en dificultades. En cualquier caso, las refinanciaciones no han dejado de ser una medida de apoyo a las grandes empresas, bancos y cajas de ahorro puesto que es una figura compleja y muy poco utilizada por las pymes.
Como administrador concursal, echo de menos uno de los aspectos de la reforma que parecía iban a paliar nuestra retribución en los concursos sin masa o con un patrimonio insuficiente (los “concursos ni-ni”: ni activos, ni tesorería). En principio se iba a crear una cuenta de garantía arancelaria que se iba a ir nutriendo de las aportaciones de los administradores que sí cobraban por sus concursos.
Como ciudadano, echo de menos la creación de un procedimiento superabreviado, y enfocado al sobreendeudamiento de las familias, que permita a estas afrontar la insolvencia con instrumentos adaptados a sus características y no con unas figuras pensadas para empresas.
Como empresario, echo de menos la forma en la que se pudiera encajar la entrada de dinero fresco (“fresh money”) a una empresa en concurso. Una empresa cuando entra en concurso queda a su suerte y ya no encuentra ningún grifo abierto que le aporte financiación. Dotar de un privilegio especial, de un superprivilegio por encima incluso de los previstos para determinados acreedores, facilitaría que la sangre necesaria llegara en cuantía suficiente para seguir viviendo.